martes, 24 de mayo de 2011

El reto de los narcocorridos



Opinión de(Francisco Báez Rodríguez)


La decisión del gobernador de Sinaloa, Mario López Valdéz, Malova, de prohibir la ejecución pública de narcocorridos ha generado polémica. Hay quienes dicen que se trata de un acto de censura, que atenta contra la libertad de expresión. Otros señalan que estamos ante obras que son apología del delito y que, como tales, merecen ser castigadas por la ley. Alguno más comenta que es un pobre paliativo, en el que se castiga sólo un resultado de la cultura de la violencia que vive el país, en vez de extirparla.

Es cierto que la prohibición de un aspecto de la subcultura del narco es una medida pequeña frente a un problema que requiere de un abordaje integral. Pero también lo es que, precisamente porque se trata de un problema con muchas facetas, es importante actuar también en el terreno cultural, que es el humus ideológico en el que se generan las generaciones de traficantes y sicarios, y no sólo —como la ha hecho el gobierno federal— a través del enfrentamiento a sangre y fuego.

En Sinaloa, la subcultura del narco encontró, desde siempre, un terreno fértil. En ese estado, las clases dominantes no tenían pretensiones de aristocracia; se sabían plebeyos e incultos, pero con la diferencia que da el dinero y el poder. Es una cultura de pioneros, tipo viejo oeste, en la que la audacia y la astucia, no las ideas, fueron –junto con el trabajo- forjando fortunas y generando ciudades. En esa lógica, el estudio y la preparación no son el mejor camino para la movilidad social.

No extraña, en ese contexto, que la principal figura sinaloense dentro de la Revolución Mexicana haya sido Heraclio Bernal, quien nunca tuvo proyecto y con trabajos pasó de gavillero y asaltante de diligencias a “bandido revolucionario”. Tampoco extraña que esa cultura de la violencia haya generado fenómenos como el de Los Enfermos, en la universidad local durante los años setenta, para quienes ejercer la violencia contra el enemigo político era más importante que cualquier otro logro, una muestra de fuerza. Expresarse a chingazos ha sido a menudo, en Sinaloa, una forma de respetar el canon social.

Ha habido intentos para generar, en ese estado, una convivencia basada en el intercambio de ideas y no en el agandalle y el aplastamiento. Movimientos para un cambio cultural en Sinaloa.

En un tiempo, fueron encabezados por la UAS, pero fueron torpedeados, primero desde el gobierno y los intereses económicos e ideológicos en el estado, que intentaron ahorcar financieramente a la institución; más tarde, por un proceso interno de descomposición, que condujo a rectores impresentables como Gómer Monárrez o Melesio Cuén.

En otro tiempo —pienso en el sexenio de Francisco Labastida— el gobierno intentó llevar a cabo una política cultural activa. Pero tengo la impresión de que fueron más bien chipotes impostados. Aún así, en las últimas dos décadas del siglo XX se desarrollaron en Sinaloa interesantes iniciativas culturales —sobre todo en el área del teatro—, que toman aspectos de la cultura popular local y los reconfiguran de manera crítica.

Simultáneamente, se fue dando en el estado un crecimiento notable de la subcultura del narco. Se desarrolló el culto de Malverde, que a fines de los años setenta era un fenómeno muy menor. Y se desplegó (en el sentido de abrirse y desplegarse algo que estaba enconchado) la estética del narco: en el vestido, en el lenguaje, en la ostentación y, sobre todo, en la música.

Decía un intelectual sinaloense, Álvaro Rendón, mejor conocido como El Feroz, que los narcocorridos eran una desgracia para Sinaloa, tierra de Lucha Reyes y de Lola Beltrán. Promovían el machismo y la violencia y, sobre todo, ponían coto a todo otro tipo de cultura. Decía El Feroz que la cultura narca era excluyente y que, por lo tanto, no era cultura alguna, sino un rollo sectario. Había que oponerle cosas serias, como la literatura, el béisbol o la música de José Alfredo.

En los narcocorridos, no se oculta el delito, se proclama, se ostenta, porque con él van el poder, la riqueza, los coches, las joyas, las hembras. Esta proclamación se justifica por dos caminos: uno es la valentía en el sentido más machista del término, la disposición para los chingazos, otro es el origen pobre del que canta. En resumen: “De muy chico comprendí/ lo duro que era la vida/ por eso me la he rifado/ pa’ tener lo que yo quiera…”.

En la filosofía del narcocorrido, no hay más valores que el alarde y el dinero. Se sabe que la vida del traficante dura poco, así que se exprimen con lujos y adrenalina esos poco años: “Aprendí a vivir la vida/ hasta que tuve dinero”.

A diferencia de su primera etapa, cuando los narcocorridos contaban historias, a la manera de los romances tradicionales, pero con el tema del narcotráfico, el género pronto pasó a otra etapa, caracterizada por el uso de la primera persona en las letras. “Yo” y, cuando mucho, “nosotros”.

Este fue un cambio fundamental. El escucha y el intérprete del pueblo dejan de contar la historia de otros para hacerlo en primera persona. El narcotraficante se convierte en un modelo con el cual identificarse. Contemporáneamente, los actos cantados se hacen más crueles: “La ultima sombra ahora me han apodado/ Pues cuando aparezco los hago pedazos/ Mis dedos, mis manos, verlos al matarlos/ No conozco bocas que puedan contarlos/ Me como sus almas y no soy un mago”.

Otro cambio reciente ha sido el pasar de cantar las loas del traficante tradicional (el “agricultor” y el que lleva la “yerba mala” al otro lado) a la apología del sicario: “Con cuerno de chivo y bazuca en la nuca/ volando cabezas a quien se atraviesa/ somos sanguinarios, locos bien ondeados/ nos gusta matar/ Pa’ dar levantones, somos los mejores/ siempre en caravana, toda mi plebada/ bien empecherados, blindados y listos/ para ejecutar”.

En comparación, Los Tigres del Norte son unos bebés de pecho.

En el imaginario de su propaganda, los narcos han dejado de ser —como en un principio— aspirantes a una lumpenburguesía aceptada por la sociedad a partir de su riqueza material y, al abandonar sus sueños de respetabilidad, se convierten, cada vez más, en un grupo social temido por su “valentía”, admirado por su ostentación y enfrentado a muerte al gobierno y a los distintos traidores (que parecen ser un enemigo mucho más odiado). Y lanzan un reto abierto a quien se les quiera poner enfrente.

La música, dentro de la narcocultura, es el vehículo fundamental para extender el discurso de los traficantes a los espacios más populares de la sociedad. Los jóvenes disfrazados de narquitos (o de estereotipo de narquitos), mientras pistean escuchando narcocorridos son el primer eslabón de una identificación social, que luego puede traducirse en indiferencia hacia sus actividades criminales, en simpatía soterrada o, incluso, en su incorporación a las filas de la delincuencia.

Esto quiere decir, desde mi punto de vista, que una parte nodal de la lucha contra la violencia en el país es luchar contra la cultura de la violencia, particularmente en los estados infectados por ella. No hay duda de que los narcocorridos de nuevo tipo no sólo hacen apología del delito: hacen apología de la sevicia, de la ferocidad: “Cuchillo afilado, cuerno atravesado/ para degollar…Equipo violento, trabajo sangriento/ pa’ traumatizar”.

Si se prohíbe la apología de la pedofilia o del racismo, no veo por qué haya que permitir estas enfermizas alabanzas de la violencia criminal. Estoy consciente de que servirán de poco para terminar con el problema –y de que las reformas reglamentarias del decreto de Malova son ambiguas, por decir lo menos—, pero creo que son uno de los pasos necesarios.

Ah, y por cierto, El Feroz murió hace unos días acribillado por los narcos, mientras regresaba a Culiacán luego de visitar a un amigo escritor en Guamúchil. “Debajo del empedrado está la playa”, insistía en profetizar.

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