jueves, 24 de septiembre de 2009

Apuntes para comprender la Independencia de México




Por: Profr. Bernardo López Ríos



La expulsión de los jesuitas (1767)





La expulsión de los jesuitas fue el resultado de una campaña general de los elementos hostiles a la Iglesia (galicanos, enciclopedistas, masones…), quienes consideraban a la Compañía de Jesús como el principal baluarte que se debía derribar en la lucha contra el Pontificado. El inesperado decreto de Carlos III suprimió de un plumazo su actividad educativa y misional de casi dos siglos (fue el sistema educativo gratuito más extenso de la Colonia: escuelas, colegios y universidades). La obra educativa y civilizadora de los numerosísimos pueblos del Noroeste fue interrumpida.



Los jesuitas daban de comer a los indígenas y formaron a múltiples generaciones de mestizos y criollos (base de la nacionalidad mexicana).



Todavía no terminaba el amanecer, y la ciudad de México se encontraba ya “en la mayor consternación”. Las calles estaban ocupadas por los soldados, las iglesias permanecían cerradas, las campanas en silencio. La estimación que los novohispanos profesaban a los jesuitas era profunda, por su trabajo en los colegios, su predicación, su apostolado en el confesionario, el cuidado con que atendían el culto en sus iglesias, las obras de beneficencia a favor de los pobres, los encarcelados, los enfermos.



Los apresados capitalinos permanecieron recluidos en sus casas el 25 y el 26.salieron del actual Distrito Federal el 27 de junio. El ejército, con las espadas desenvainadas, ocupaba el trayecto que recorrían los jesuitas. Pese a ello, la multitud apenas dejaba espacio para que pasaran los carros que los conducían. Conforme pasaban los jesuitas, el pueblo “los bendecía como a Padres de los pobres, como maestros de la Doctrina Cristiana, como predicadores del Evangelio, como ministros incansables del Sacramento de la Penitencia, como verdaderos siervos y amigos de Dios”.



En la Villa de Guadalupe las personas “se arrojaban a los coches con gritos y con lágrimas”, hasta que la comitiva se perdió de vista. La conmoción experimentada en las diversas ciudades del interior fue análoga, según refieren diversos testimonios.



En Guadalajara, Zacatecas y Valladolid, los jesuitas fueron apresados “con extraordinaria severidad”. En San Luis de la Paz, pueblo fundado por la Compañía, los naturales, al conocer la orden real, “cercaron con furiosos alaridos todo el Colegio, y saltando las tapias de la huerta, se entraron hasta el patio…” para liberar a los padres. De Pátzcuaro tuvieron que salir los jesuitas “a media noche…” En Guanajuato “se amotinó el pueblo con tal furor” que obligó al ejército a retirarse. Los jesuitas mismos calmaron los ánimos y después se fueron. En San Luis Potosí, la gente impidió la salida de los desterrados durante el largo lapso de un mes, hasta que llegó el ejército y trasladó a los Padres a Veracruz.



La represión que llevó a cabo José de Gálvez, fue tan cruel y despiadada, pues su corazón estaba lleno de odio hacia los indígenas.



Por defender a los jesuitas, por poner un solo ejemplo, los sublevados en San Luis de la Paz recibieron sentencias terribles: entre otros Ana María Guatemala, viuda, Julián Martínez Serrano y Vicente Ferrer Ronjel, fueron ahorcados por decisión de Gálvez. Cortadas sus cabezas después, fueron expuestas hasta que se pudrieron. Sus casas fueron derribadas y sembrado el terreno de sal.



Morelos y los jesuitas



Don José María Morelos y Pavón dijo en cierta ocasión a don Carlos María Bustamante, uno de los miembros del Consejo de Chilpancingo: Yo amo de corazón a los jesuitas, y aunque no estudié con ellos, entiendo que es de necesidad el reponerlos.



Y dicho y hecho, el Congreso de Chilpancingo decretó el 13 de diciembre de 1813 entre las bases para la futura Independencia: “Se declara el restablecimiento de la Compañía de Jesús para proporcionar a la juventud americana la enseñanza cristiana de que carece en su mayor parte, y proveer de misioneros celosos a las Californias y demás Provincias de la frontera”.



Proclama Guadalupana de Morelos



“Don José María Morelos, Capitán General de los Exércitos Americanos y Vocal de la Suprema Junta Nacional Guvernativa del reyno…



“Por los singulares, especiales e innumerables favores que debemos a María SSma, en su milagrosa imagen de Guadalupe patrona, defensora y distinguida emperatriz de este reyno, estamos obligados a tributarle todo culto y veneración, manifestando nuestro reconocimiento, nuestra devoción y confianza, y viendo su protección en la actual guerra tan visible que nadie puede disputarla a nuestra nación, debe ser visiblemente honrada y reconocida por todo americano.



“Por tanto, mando que en todos los pueblos de este reyno, especialmente los del sud de esta América septentrional, se continúe la devoción de celebrar una Misa el día doce de cada mes en honra y gloria de la SSma. Virgen de Guadalupe, y en todos los pueblos donde no hubiere cofradía o devoto que exhiva la limosna, se sacará ésta de las caxas nacionales; y en las divisiones de nuestro Exército será obligación de los capellanes sin percepción de limosna, y en donde hubiera muchos capellanes, le tocará al que entrare de semana.



“En el mismo día doce de cada mes deberán los vecinos de los pueblos exponer la SSma. Imagen de Guadalupe en las puertas o balcones de sus casas sobre un lienzo decente, y cuando no tengan imagen colgarán el lienzo mientras la solicitan de donde las hay, añadiendo arder las luces que según sus facultades y ardiente devoción les proporcione. Y por quanto no todos pueden manifestar de este modo, deverá todo generalmente de diez años arriba traer en el sombrero la cucarda de los colores nacionales, esto es, de azul y blanco, una divisa de listón, lienzo o papel, en que declara ser devoto de la SSma. Imagen de Guadalupe, soldado y defensor de su culto, y al mismo tiempo defensor de la Religión y su patria contra las naciones extranjeras que pretenden oprimir a la nuestra.



“Y para que esta disposición obligatoria tenga su debido cumplimiento, mando a todos los jefes militares y políticos, ruego y encargo a todos los prelados Eclesiásticos cuiden y velen con todas sus fuerzas, a fin de que los súbditos logren tan santos fines, reservando declarar por indevoto y traidor a la nación al individuo que reconvenido por tercera vez, no usare la cucarda nacional o no diere culto a la SSma. Virgen, pudiendo. Y para que llegue a noticia de todos y nadie alegue ignorancia, mando se publique por bando en las provincias de Teipan, Oaxaca y siguientes del reyno”.



Dado en cuartel general de Ometepec a los once días de marzo de mil ochocientos trece.- José María Morelos. – Por mandato de su excelencia, José Lucas Marín.- Pro Secro.



El pensamiento insurgente



En la sociedad que deseaban los insurgentes buscarían el progreso de la nación, la justicia para todos, el empleo para los mexicanos y la justicia agraria. Su pensamiento político postulaba la independencia, la religión católica como la única tolerable, la soberanía popular, la igualdad ciudadana, el respeto a todos los derechos humanos y la división de los poderes en el gobierno.
El Acta de Independencia del 6 de noviembre de 1813 establecía que celebraría “Concordatos con el Sumo Pontífice” y que no reconocía “otra religión que la católica”, ni permitía ni toleraba el uso público ni secreto de otra alguna.



La Constitución de Apatzingán estableció también que la religión católica era la única que se debía profesar.



Los nobles sentimientos de la nación, de don José María Morelos, el 14 de septiembre de 1813, dicen: que México es independiente, que la religión católica es la única tolerada, que la soberanía dimana del pueblo, que los poderes se dividen en legislativo, ejecutivo y judicial, que se aumente el jornal del pobre, que la esclavitud se proscriba para siempre, que todos los ciudadanos son iguales, que se respete la propiedad, que se celebre el 12 de diciembre y se solemnice el 16 de septiembre en honor del gran héroe, el señor don Miguel Hidalgo.



Un grave error en el inicio de la guerra de Independencia



En este trascendental aspecto es nuevamente José Vasconcelos quien nos ilustra: “Se ha hablado mucho de que el ejemplo de la revolución norteamericana electrizó a los pueblos de América deseosos de emanciparse. No cabe duda que los diversos agentes de la propaganda inglesa aprovecharon este ejemplo para desintegrar el mundo hispánico, pero a poco que se examine el movimiento americano, se le encuentran diferencias fundamentales con lo nuestro.



“En Estados Unidos nunca se dio al movimiento independiente el sentido de una guerra de castas. Para que Morelos, por ejemplo, fuese comparable a Washington, habría que suponer que Washington se hubiese puesto a reclutar negros y mulatos para matar ingleses. Al contrario, Washington se desentendió de negros y mulatos y reclutó ingleses de América, norteamericanos que no cometieron la locura de ponerse a matar a sus propios hermanos, tíos, parientes, sólo porque habían nacido en Inglaterra.



“Todo lo contrario, cada personaje de la revolución norteamericana tenía a orgullo su ascendencia inglesa y buscaba un mejoramiento, un perfeccionamiento de lo inglés. Tal debió ser el sentido de nuestra propia emancipación, convertir a la Nueva España en una España mejor que la de la península, pero con su sangre, con nuestra sangre. Todo el desastre mexicano posterior se explica por la ciega, la criminal decisión que surge del seno de las chusmas de Hidalgo y se expresa en el grito suicida: mueran los gachupines…



“Lo que nosotros debimos hacer es declarar que todos los españoles residentes en México debían ser tratados como mexicanos”



La consumación de la Independencia



Nueva España siguió cargando el pesado yugo que le imponía Fernando VII y la oligarquía, puesto que no pudo lograr su independencia. Ésta iba a venir por otro lado.



En 1820 el coronel Rafael Riego obligó a Fernando VII a restablecer la Constitución proclamada en Cádiz en 1812, para que reinara sujeto a ella y no de manera absoluta como lo hacía.



Esta revolución de Riego traía consigo medidas contra los privilegios del Clero, que no fueron bien vistas por los españoles y criollos católicos de Nueva España.



Encabezaba la oposición el canónigo oratoriano Matías de Monteagudo. Agustín de Iturbide asistió a las juntas que se celebraron en la Profesa para decidir el camino a seguir.



En el antiguo templo de los jesuitas, en “La Profesa”, ocupado a la sazón por los Padres del Oratorio, se llevaron a efecto unas reuniones muy nombradas en nuestra historia con el nombre de “Juntas de la Profesa”. El alma de dichas juntas era nada menos que el Padre Prepósito, Rector de la Universidad, hombre de vastísima erudición y de mucho prestigio entre los europeos. Su nombre todos lo conocían: Matías de Monteagudo.



En las juntas de La Profesa se deseaba la emancipación de México, pero hacía falta un hombre de audacia que llevara a tan feliz término ese acontecimiento, y el hombre se presentó: era Iturbide, quien, al decir de Navarro y Rodrigo, era “simpático a los europeos porque había combatido a su lado contra los insurrectos, no sospechoso a los hijos del país porque era mexicano valiente, y ejercía sobre los demás la fascinación de su valor”.



Recordemos que en 1810, al aproximarse Hidalgo a Valladolid, se retira con su padre a la capital y no acepta la faja de Teniente General que le ofrece el Cura de Dolores, a quien no se le escapan sus grandes cualidades de soldado. Iturbide rechaza el ofrecimiento al advertir con clarividencia que los métodos de Hidalgo para hacer la Independencia, basados en la destrucción y en el odio a los españoles, lo llevarían al fracaso.



Se puede decir que por haber prescindido de esta base importantísima de la unión, habían fracasado Hidalgo y los demás insurgentes.



El, personalmente, ama la Independencia; lo que no ama, por lo que no puede pasar, es por el atroz sistema que siguen los insurgentes y por su completo desorden. Por eso combate contra ellos, para después pensar en realizar la independencia sin derramamiento de sangre.



El alto clero, los españoles y criollos mineros y latifundistas, con Iturbide a la cabeza, proclamaron el Plan de Iguala o de las Tres Garantías: Religión católica, unión de los grupos sociales e independencia con monarquía constitucional de un rey proveniente de alguna casa reinante en Europa.



Iturbide ganó para su causa a los exjefes insurgentes, sus antiguos enemigos, por ejemplo Guerrero, Victoria, Bravo. Negoció con el virrey que llegaba, Juan de O’Donojú, y firmó el tratado de Córdoba que aceptaba el Plan de Iguala, el 24 de agosto de 1821.



Esta será la táctica del Libertador: no luchar, no imponerse por las armas, sino por la nobleza y la razón.



Iturbide planteó la Independencia y en una campaña de siete meses, casi en su totalidad incruenta, la realizó.



De ahí que la casi totalidad de sus triunfos deben atribuirse no a la fuerza de las armas, sino a la razón, al convencimiento, al tacto genial, con el que supo ganarse las voluntades de sus adversarios.



El ejército trigarante ocupó la ciudad de México el 27 de septiembre siguiente. Ya es hora de celebrar esta fecha.



La gran extensión del Imperio



A los buenos mexicanos contemporáneos de Iturbide los llenó de alegría y satisfacción el ver cómo se ensanchaban los límites territoriales del Imperio cuando se les informó de las nuevas y espontáneas adhesiones de provincias lejanas y de regiones que no dependían del Virreinato, como Guatemala y Centroamérica.



¿Cuál fue el motivo más fuerte que las movió a la unión con el Imperio que acababa de nacer?
No fue la protección que se busca del más poderoso, sino que deseaban vivir independientes bajo la égida de las Tres garantías del Plan de Iguala. Así lo declararon en sus actas de adhesión al Imperio.



De esa manera la bandera de las Tres Garantías comenzó a ondear desde Panamá por el sur, y por el norte sobre el vasto territorio que abarcaba una línea imaginaria desde la Alta California hasta el río Mississipi



Iturbide, la Bandera y el Himno Nacional



Si de la realización del Plan de Iguala iba a nacer una nueva Nación, libre y soberana, era necesario que esa nueva Patria estuviera encarnada en una bandera que la representara ante el mundo. Había que sustituir la antigua Bandera española por la nueva Bandera, que empezaría a ser Mexicana.



El Libertador pensó en eso, e ideó una bandera en cuyos colores vivieran plasmadas para siempre las tres bases o garantías que iban a ser la esencia de la nueva nacionalidad, expresadas clarísimamente en el Plan de Iguala.



En primer lugar la base espiritual: la Religión Católica (verde). En segundo lugar, la Unión (blanco) de todos los que habitaban el extenso territorio de la Nueva España: los descendientes de los antiguos pobladores indígenas, los nacidos de la unión de indígenas y españoles, o mestizos, los criollos de padres españoles, los españoles nacidos en España y por último una minoría de raza negra. En tercer lugar, la Independencia (rojo), el ideal final de toda la empresa.



Por tanto, también es tiempo de recuperar la entonación del Himno Nacional Mexicano incluyendo las estrofas merecidamente dedicadas a nuestro Libertador:
Si a la lid contra hueste enemiga
nos convoca la trompa guerrera,
de Iturbide la sacra bandera ¡mexicanos!
Valientes seguid:
Y a los fieros bridones le sirvan
las vencidas enseñas de alfombra;
los laureles del triunfo den sombra
a la frente del bravo adalid.



Bibliografía
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